Discos viejos

sábado, 14 de febrero de 2009

Compadre, compadrito, compadrón y malevo

Horacio Salas, en su libro "El tango" relata que en los primeros años de surgimiento de este género musical, adquirieron importancia cuatro personajes emblemáticos de la población porteña de los primeros años del siglo XX: el compadre, el compadrito, el compadrón y el malevo.
Marcos Aguinis, en "El atroz encanto de ser argentinos", de un modo sencillo y gráfico, hace una reseña descriptiva de cada uno de esos personajes.
Así, explica que el compadre era el hombre prestigioso por su coraje y su mirada. Refiere que Jorge Luis Borges (gran escritor argentino) amaba a este personaje, que estaba presente en muchos de sus relatos. El compadre encarnaba a la justicia frente al accionar de la policía (que los ciudadanos consideraban arbitrario), resaltando la contradicción que parecía existir entre las leyes oficiales y su aplicación deforme. Se comportaba como un hombre de honor y de palabra. Vestía de negro y los únicos contrastes que se permitía eran el lengue (pañuelo) blanco con la inicial bordada y una chalina de vicuña sobre los hombros. No estilaba descargar puñetazos; su arma era un facón acortado en cuchillo, que mantenía bajo la ropa, pero en actitud alerta. Despreciaba el trabajo, al igual que el hidalgo, el conquistador y el gaucho. Se batía a muerte si le miraban a su mujer, como en los dramas de Calderón. Se contorneaba al caminar, evocando el minué (paso que modernizó e incorporó al tango). Aventaba la ceniza del cigarrillo con la uña del dedo meñique, con afectación de gentilhombre. Era normal que alquilara sus servicios a algún partido político y realizaba las tareas encomendadas, con total lealtad. Generalmente vivía sólo y era tan parco para hablar, que generaba miedo, además de incógnita.
El compadrito, tal como se infiere de la misma palabra, era menos en todo con relación al compadre; lo imitaba, pero mal. Mientras que el compadre se imponía por su mera presencia y su conducta lineal, el compadrito suplía sus limitaciones utilizando un lenguaje vil y con aires de fanfarrón o "chanta"; se desvivía por hacerse notar, y por esa razón exageraba sus ademanes y vestuario y se rodeaba de adulones; buscaba pendencia, pero elegía adrede a hombres que no sabían pelear, generalmente bien vestidos, a quienes envidiaba, considerando que al humillarlos en la disputa, aumentaría su prestigio. Pese a su autoelogio, su pelo perfumado y sus "aires de bacán", la gente no lo apreciaba ni respetaba. Cuando caía en apuros no dudaba en desenfundar el revólver, actitud de miedoso que jamás hubiera protagonizado el compadre. Para ganar dinero no alquilaba sus servicios al comité político, donde había riesgo y lealtad, sino que prefería el camino más cómodo y seguro de convertirse en "cafiolo" o rufián: conquistaba y sometía a dos o más mujeres, que trabajaban para él; a veces se enamoraba de una e ellas. En el tango "Mi noche triste", el compadrito llora a la "percanta" que lo "amuró" (la ramera que lo abandonó).
El compadrón ocupaba un peldaño más bajo aún; era ventajero, cobarde y desleal. Ganaba dinero como soplón de comisarías. Traicionaba a su familia, sus amigos y su barrio por una moneda. Empilchaba hasta el grotesco y voceaba virtudes inexistentes; la mentira era su constante.
El malevo representaba la degeneración absoluta; ni siquiera su nombre deriva de la raíz padre o compadre, como los anteriores. Abusaba de mujeres, niños, viejos y cuanto ser débil se cruzara por su camino. Huía ante la amenaza de una pelea; se burlaba de los que se asustaban cuando llegaba la policía a un conventillo, pero se escondía a la hora de la requisa. Era un indeseable en todos lados, salvo en los sainetes, único sitio donde se lo quería porque hacía reir.
Todos estos personajes ciudadanos ingresaron, luego, en el tango, tal como sobradamente demuestran numerosos temas; hay letra, ritmo y danza para cada uno de ellos.
Fuente: "El atroz encanto de ser argentinos", Marcos Aguinis, Editorial Planeta.

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